“Si no se espera que suceda algo, no sucederá lo inesperado.”
Heráclito
“Las improvisaciones son mejores cuando se las prepara.”
William Shakespeare
“La composición es improvisación selectiva.”
Igor Stravinsky
“Suelen hacer falta tres semanas para preparar un discurso improvisado.”
Mark Twain
Dos de los actos artísticos más bellos y emocionalmente intensos que existen en la música, la interpretación y la improvisación (otros son indudablemente la dirección y la enseñanza), tienen muchísimo más puntos en común y están mucho más cerca de lo que habitualmente se cree.
La improvisación siempre ha jugado un rol básico fundamental en la génesis de virtualmente todos los estilos musicales. En realidad, y a juzgar por los testimonios y relatos documentados sobre las actividades musicales entre los siglos XVII y XIX, quizás se debería considerar que los grandes compositores eran en realidad improvisadores que dejaron escritas algunas de sus creaciones espontáneas.
Es indudable que esos mismos grandes creadores le daban a la improvisación un valor comparable al de la composición, y en algunos casos aún mayor: la “prueba” definitiva que revelaba claramente el talento creativo de un compositor era el despliegue improvisado de una célula de algunas pocas notas dadas a modo de desafío. Todo músico (compositor o intérprete) debía improvisar.
Carl Philipp Emanuel Bach, en su famoso método “Versuch über die wahre Art das Clavier zu spielen” (“Ensayo sobre la verdadera manera de tocar el teclado”), es muy claro al respecto: “Quien toca un instrumento de teclado puede lograr perfectamente dominar el ánimo de sus oyentes, especialmente en las improvisaciones y las fantasías.”
El hecho de incluir en un texto semejante referencia emocional a la improvisación no sólo nos da una idea de la importancia que dicha práctica tenía en aquella época; también nos sugiere que el arte de la improvisación no debería haberse abandonado.
Más significativa aún es la inclusión de las técnicas de improvisación como elemento imprescindible de la formación musical en el método que Carl Czerny publicó en Viena en 1839 bajo el título “Vollständige theoretisch-practische Pianoforte-Schule”.
Czerny, discípulo de Beethoven y maestro de Franz Liszt, no duda en considerar a la improvisación como un arte tan artísticamente elevado como la interpretación, y así lo describe claramente en la que puede considerarse la primera obra definitiva sobre la pedagogía pianística publicada hasta entonces.
Al menos en el caso de las obras para piano solista, no parece descabellado pensar que aquellos geniales creadores enfocaban la composición como una especie de “improvisación documentada”, en la que la diferencia principal (aunque no la única) era obviamente el tiempo de producción requerido por el procedimiento escrito.
Si Beethoven hubiera vuelto a componer una de sus sonatas después de un tiempo, y aún comenzándola con la misma célula melódica inicial, sería ridículo pensar que todo su desarrollo hubiera tomado el mismo camino.
Cuando en ciertas ediciones de obras para piano abundan los comentarios a pie de página en relación a que según distintos testimonios el compositor interpretaba ciertos pasajes de distintas maneras, en lugar de debatir sobre cuál de esas versiones es la correcta, ¿no es más lógico concluir que cuando los compositores tocaban sus propias obras nunca lo hacían exactamente igual? ¿Y no es esa una prueba de que la improvisación y la interpretación son y deberían ser en realidad dos componentes de un mismo fenómeno?
Cuando Chopin exigía a sus alumnos una cierta elasticidad rítmica en la mano derecha, más independizada del rigor y la lógica limitación de lo que es posible escribir, ¿no los acercaba a uno de los infinitos conceptos de la improvisación?
Chopin nos aporta otra prueba concluyente: en ninguno de sus Nocturnos un tema se repite o reexpone exactamente igual, y la alteración puede ser no sólo melódica, sino también rítmica e incluso armónica (sin mencionar variaciones en las texturas, carácter o matices dinámicos).
Es posible que algunos conceptos erróneos o incompletos (o aún cierto desconocimiento acerca de la naturaleza profunda del fenómeno de la creación musical) hayan producido a partir de mediados del siglo XIX un distanciamiento cada vez mayor entre la interpretación de obras compuestas y la improvisación.
Como lo han sugerido muchos autores (particularmente Stephen Nachmanovitch en su libro “Free Play”), dos factores pudieron influir en este quiebre: por un lado la “especialización”, y por otro lado cierto desconocimiento de los aspectos neurofisiológicos de la ejecución musical.
Es perfectamente lógico que a fines del siglo XIX haya comenzado a gestarse la idea de la interpretación de obras escritas como una especialización única e individual, teniendo en cuenta la enorme cantidad de literatura escrita acumulada durante algo más de trescientos años y las altísimas exigencias técnicas que este material ya imponía a los intérpretes.
Sin el imprescindible y vital aporte de los intérpretes especializados, toda esa herencia cultural y universal habría sencillamente desaparecido.
Sin embargo, este desarrollo fundamental y artísticamente invalorable no debería opacar el fenómeno de la improvisación como hecho artísticamente elevado, cuando fue justamente la improvisación como hecho creativo lo que generó todo ese material escrito, testimonio incomparable de la genialidad humana.
Un dato científico relacionado con el sistema nervioso y la estructura óseo-muscular brinda una prueba contundente de que desde el punto de vista neurofisiológico la improvisación no está en desventaja en relación al estudio y perfeccionamiento de los movimientos requeridos por la técnica pianística que se le exige a un intérprete.
La velocidad promedio de los impulsos eléctricos en el sistema nervioso es de aproximadamente 350 kilómetros por hora. Más específicamente, esta velocidad varía entre 1 y unos 120 metros por segundo (promedio 60/80 metros por segundo) , dependiendo de ciertas características de los elementos transmisores.
Este es un dato clave: si un pianista está improvisando y debe decidir instantáneamente qué movimientos, «toques» o velocidades aplicar para producir correctamente los pasajes que surgen espontáneamente en su cerebro, cuanto más rápido viaje esa orden hacia los músculos más eficiente será la interpretación desde el punto de vista técnico.
Con velocidades de hasta 120 metros por segundo y aún con 60 metros o menos, los impulsos eléctricos pueden llegar del cerebro al antebrazo, a la mano o los dedos en menos de una centésima de segundo.
Por lo tanto, teniendo en cuenta que la técnica pianística se basa en cinco toques básicos y en un «repertorio» de movimientos fundamentales que un pianista con la experiencia mínima como para abordar el fenómeno de la improvisación ya ha incorporado, con esas velocidades tan altas en los impulsos eléctricos del sistema nervioso no existe ninguna limitación para la decisión espontánea de qué movimientos usar o cómo combinarlos para crear movimientos nuevos durante una improvisación.
La diferencia real está entonces en otro factor: para ejecutar una composición escrita y lograr que se vuelva “propia”, un pianista debe estudiar todos y cada uno de los movimientos más eficientes para reproducir las intenciones del compositor, porque en ese caso la música que interpreta le llega “desde afuera”.
Pero si un pianista se sienta a improvisar (para lo que obviamente es necesario también conocer las mismas herramientas que utiliza un compositor), entonces la música surge desde su interior y el proceso se invierte: si un pianista ha desarrollado e incorporado las bases de una técnica eficiente y saludable, puede espontáneamente producir y crear los movimientos necesarios sin ninguna diferencia cualitativa con la ejecución de una obra escrita.
El nivel artístico del resultado en la producción de una improvisación dependerá de la intuición, el intelecto, la sensibilidad, la emoción, el nivel de la técnica instrumental y la experiencia del improvisador, no del fenómeno de la improvisación en sí.
Con la composición ocurre lo mismo: su nivel artístico no depende del hecho de que se trata de un procedimiento escrito, sino del grado en que un compositor posea aquellas mismas herramientas.
Indudablemente, la práctica de ambas disciplinas sería lo ideal para un pianista, ya sea improvisador o intérprete, porque ambos enfoques son complementarios y uno ayuda a perfeccionar el otro.
El pianista improvisador con experiencia en la interpretación de obras escritas del repertorio “clásico” indefectiblemente desarrolla una mayor perfección en los movimientos de su técnica, gracias a la disciplina y la exigencia que debe enfrentar. Su intuición estética también crece y se expande, muy especialmente su sentido de la forma, al estar en contacto directo con parte de la literatura musical intelectualmente más elevada jamás concebida. Por otro lado, al estudiar y analizar el repertorio de los más grandes creadores de música para piano, un pianista improvisador absorbe e internaliza las bases del “vocabulario pianístico”, o sea, aquello que es posible concebir y ejecutar teniendo en cuenta los aspectos anatómicos y mecánicos.
Al mismo tiempo, un pianista “clásico” con experiencia en la improvisación desarrolla un mayor sentido de la espontaneidad, que obviamente puede trasladar e incorporar a su interpretación. La improvisación, al no pertenecer al reino de la música escrita, es rítmicamente más compleja y libre, lo que también enriquece la concepción rítmica de un intérprete habituado a la subdivisión rítmica matemáticamente regular de las figuras. La improvisación también entrena a un músico a encontrar soluciones técnicas en forma instantánea, lo que constituye una habilidad muy valiosa en la interpretación de cualquier tipo o estilo de música. Además el conocimiento de la forma, armonía, funciones de acordes y sus escalas o modos ayuda a entender más profundamente la obra a interpretar, ya que estas herramientas ubican al intérprete mucho más cerca del compositor.
Hay otro punto de conexión, y muy profundo, entre la interpretación y la improvisación. La mejor forma de enfocar el fenómeno de la improvisación musical se basa en un aparente contrasentido: las mejores experiencias en la improvisación se producen cuando luego de estudiar y preparar una pieza cuidadosamente, en el momento de la improvisación se deja lugar a que suceda algo nuevo, inesperado y completamente diferente.
Lo más maravilloso es que sólo preparando algo es que sucede lo sorpresivo, como lo describía genialmente Heráclito.
¿Y qué mejor preparación que el estudio y análisis de la mejor literatura pianística escrita jamás concebida?